domingo, 14 de noviembre de 2010

LA ESTIRPE DE LOS SALIERI



Hay amores que opacan el resto de los que hemos tenido en nuestra vida. Heridas que no sanan, sino que cambian de sitio. En su tiempo, sus canciones sonaban a cada rato por la radio. Ahora, tan solo dos décadas después, su imagen iba lentamente desapareciendo, como si nunca hubiera estado en los primeros lugares de la Billboard, como si nunca hubiera hecho giras mundiales, como si los discos de platino que colgaban en las paredes de su casa fueran falsos.
No se trataba de estar acabado. Era mucho peor que eso. La gente que antes asistía en masas a sus conciertos, se avergonzaban de haberlo adorado con tanto fervor. Llevaron su peinado, sus bluyines apretados, sus camisas de mayas, sus sobreros, pero en la actualidad lo negaban. Las loncheras, los cuadernos, los afiches y las diversas autobiografías, acabaron en la basura.
Sin caché, sin prestigio, con el espíritu por los suelos, seguía haciendo música bajo el mismo estilo retrogrado que le había dado la fama. Buscando el sencillo que lo devolviera a la lucha. Pero entre más lo intentaba, más ridículo se sentía. Lo mejor sería tirar la toalla. Ya tenía una mansión con piscina, no tenía ninguna verdadera necesidad de demostrar nada.
Lo que en realidad le daba miedo era morir en el olvido. Que su paso por este mundo se borrara. Que le tocaran groupies de segunda categoría no le molestaba. Tampoco que solo fuera recibido como un ídolo en los países de la ex Cortina de Hierro. Lo que de verdad le fastidiaba era ver que haber desperdiciado su vida no había servido para nada.
Quizás lo que le faltó fue llevar su existencia un poco más al extremo. Era consciente de no haber coqueteado lo suficiente con la muerte. A veces soñaba con el día de su entierro. Constantemente se acordaba de la escena del Doctor Zhivago en las que todos sus lectores se acercaban al cementerio a darle su último adiós. Ojala le pasara algo parecido. Que inclusive el tipo que un día le abrió sus conciertos y que después se convirtió en una leyenda del rock, estuviera ahí.
Entre sorbo y sorbo de la botella su imaginación seguía naufragando. El whiskey bajaba por su garganta, mientras le entraba cada vez más el sueño. Prendiendo un cigarrillo se acomodó en el sofá. Era como recostarse en el ataúd de la gloria. Los ojos se le cerraron. En el fondo se escuchaban el disco de sus Greatest Hits, el mismo que el público recibió con tanta frialdad. Preso de la borrachera y del cansancio, el cigarrillo se le terminó resbalando de los labios.