jueves, 13 de diciembre de 2007

MOTIN EN LAS FILAS DEL FOLK


Cuando estaba en el colegio me llevaron a la Cárcel de Mujeres con el grupo de teatro. Fuimos en bus. Curiosamente no era la primera vez que pisaba la entrada de la cárcel. Ni siquiera la primera vez que había cruzado esas rejas. Aunque esta vez, tengo que decir, no estaba tan seguro de volver a salir. Sin embargo, el hecho de ser hombre jugaba a mi favor. O no.
Llevábamos la cara pintada. Y a pesar del alboroto que nuestra presencia causaba, nosotros teníamos prohibido abrir la boca. Sobre todo, porque íbamos de mimos. Se trataba de una función benéfica y actuábamos sin la palabra. Dije que no era la primera vez que pasaba por esta cárcel, porque mi padre la había construido. Así que había estado hay cuando el trafico era de volquetas y no de otras cosas. Cuando las únicas mujeres que estaban por allí no eran ni guardias, ni presas, sino la señora de la tienda que surtía de empanadas a los obreros o alguna que otra funcionaría, que por su cargo, pisaba esos terrenos con la incerteza de no saber si acabaría cambiando su traje de gala por uno de rayas tras alguno que otro posible escándalo de desfalco.
Salvo en las izadas de bandera del colegio, el grupo de pierrots al que pertenecía no tuvo mucha cabida. Así que la cárcel fue la cima de nuestra historia. El pico más alto de nuestra carrera meteórica del arte de hablar sin hablar. Y aunque partiendo del silencio arrancamos un par de risas, no nos engañemos tampoco fuimos Johnny Cash. Ese si que sabe encender un infierno.
La cárcel ha marcado dos veces la trayectoria musical del Hombre de Negro. En realidad nunca ha cumplido tiempo, ni ha pasado por ninguna condena penitenciaria. Todo y que en su biografía revela historias que si cualquier mortal hubiera protagonisado, seguramente estaría ahora pudriéndose bajo los barrotes. Destrozo de habitaciones, excesos de pastillas, accidentes automovilísticos, incendios forestales… lo típico de una estrella internacional. El delirio de la combinación de anfetas y calmantes con alcohol.
Las únicas veces en las que Cash ha comprobado el confort de la cárcel ha sido para protegerlo de sus locuras. Una noche en un calabozo de un condado perdido en el que actuaba la noche anterior, un encierro menor en el que la propia autoridad lo levantaba con un "Buenos Días Señor Cash" y una tasa de café.
Una historia carcelaria insignificante para alguien que grabó en Sun Records, compartió escenario con Elvis, Jerry Lee Lewis y era amigo de Roy Orbinson. Un principiante comparado con James Brown, que entraba y salía de “la cana” con asiduidad. Sin embargo, a diferencia del Rey del Funk, dos de las veces que Cash visitó por la cárcel, pasaron a la posteridad.
Folsom y San Quentin pueden ser dos cárceles más dentro de toda la telaraña penitenciaria de los Estados Unidos. Dos lugares para olvidar, al mismo tiempo que para recordar, después de que la lírica y los acordes de Cash los inmortalizara para siempre.
En la primera, el sonido de una locomotora abre una cadena de lamentos en la que un preso asocia el ruido del paso del tren con la libertad. Desde su celda este preso ahoga en lagrimas un testimonio en el que habla de cómo su madre le decía que no jugara con armas y que remataría con el ya celebre "Le disparé a un hombre en Reno, sólo para verlo morir".
Esta misma canción la incluiría de nuevo en el repertorio de su siguiente actuación carcelaria. Aunque en este caso, la canción había dado un giro radical. Con un rasgueo folk completamente elevado de tempo. De hecho, casi todas las canciones que canta esa noche están aumentadas de revoluciones. Inclusive I Walk The Line.
Pero quizás lo más impresionante de este album es la sintonía de Cash con su público: los presos. Con sus letras forajidas, sus retratos de la América oprimida, la visión de la vida marginal y su eterna fascinación por las historias de cruce de caminos. Del honor, de la sangre, de las lágrimas, del héroe cotidiano, de la hazaña a pequeña escala y de la gran magnitud del mundo que poco a poco se devora a las personas. Historias trágicas, otras cómicas.
Como por ejemplo A Boy Named Sue, una canción que habla de un hijo que busca a su padre para matarlo, después de que este lo abandonara y le pusiera un nombre de mujer. Una canción desenfadada con la que el auditorio estalló en risa. Parecía más una presentación de Les Luthiers, que del Hombre de Negro.
Sin embargo, el clímax de la noche no fue en este tema, sino en otro que le llegó directamente al corazón de los reclusos: San Quentin, una canción completamente contestataria en la que intentó ponerse en la piel de los presos. Interpretada justo en un momento en el que la paciencia de los guardias estaba al límite.
Una autentica bomba de relojería. De principio a fin. Con Johnny pregonando la subversión total, rasgando las cuerdas de la guitarra, mientras en los espectadores se va gestando la célula del motín, en medio de una increíble ovación con cada una de las palabras que dice. Una ovación que va a más y a más, hablando de heridas profundas, del desgaste del alma y de la redención en la misma cárcel donde Charles Manson cumple cadena perpetua:

Sant Quentin, may you rot and burn in hell.
May your walls fall and may I live to tell.
May all the world forget you ever stood
and may all the world regret you did no good.
Sant Quentin I hate every inch of you.