La vida es más vida, tiene un sabor diferente cuando la cámara de Truffaut sigue a Antoine Doinel. Robando besos a lindas mujeres en la calles de París, a profesionales del deseo en estrechos corredores o incluso sonsacando el amor en aparatosas bodegas de vino como con Claude Jade. Con ella compartirá unas cuantas películas más y ese caótico domicilio conyugal, lleno de las delicias y penalidades de la vida en pareja. Así va por su mundo, dejando escapar el amor que se fuga por los vértices de una vida llena de restos de canciones, ventanas abiertas, lluvia y calles grises. Lo suyo es actitud y todo parece tener otro color, otro sentido, mientras recorre esa ciudad que parece estar siempre en otoño. Incluso cualquier de sus trabajos parecen divertidos, moviendo barcos de juguete por represas de mentira, persiguiendo parejas infieles como investigador privado, jugando al alquimista de colores hasta hacer estallar flores blancas, viendo correr las prensas de una imprenta o escribiendo la novela que habla de su vida, de amores distintos que surgen de miradas. Esa frescura con la que resuelve sus problemas, esa forma de andar por la vida tan tranquilamente inmerso en si mismo, esa primacía del amor y el deseo sobre todas las cosas. Circulando con prisa por París, movido por esa naturalidad decidida con la que se escabulle por la vida, llena de encuentros, de destinos cruzados, de cruces de caminos. Tuvo que recibir los 400 golpes y quizá más, pero supo huir en el momento preciso de todo aquello que buscaba eliminarlo. Estuvo corriendo y corriendo hasta que llegó a lo que buscaba, un mar inmenso. Antoine Doinel es mucho más que un personaje es todo un estilo de vida.